miércoles, 31 de enero de 2018

El don



Se dispararon las puertas y cajones de la cocina y los cacharros volaron hasta estrellarse contra el suelo. Los vasos y los platos se estamparon contra la pared de enfrente y entonces mi abuela Cayetana supo que yo acababa de nacer.

Así me lo contó ella, a mis quince años, en Villananitos, a orillas del Mar Menor, en la noche de San Juan, mientras me miraba con sus ojos amarillo vibrante:

—Apenas pesaste al nacer dos kilos, Coqui, hijica, ¡cómo serías de chiquitilla, que tu padre te mecía en la palma de su mano! Apoyaba tu cabeza en su dedo corazón, tu cuerpo caía a lo largo de la base de sus dedos y tus piernas apenas llegaban a sus muñecas. Si es que eras ochomesina y no estabas desarrollada. Tus orejas, tus ojos y tus puños estaban cerrados y cubiertos por un telo transparente que fue desapareciendo poco a poco. Eras tan prematura que te tuvieron a suero de una misma vaca hasta que tu estómago maduró. ¡Eres un milagro!

—No sé si te contó tu madre que, desde que naciste, una paloma te seguía a todas partes y volaba tras el coche cuando tu padre conducía contigo dentro. Recorrió Marruecos viajando con vosotras. Fueses donde fueses, ahí estaba. Eso indica que tienes mano santa. ¡Si hasta los pavos se duermen cuando los tocas!

Me explicó que algo parecido ocurrió al nacer ella. Su tía abuela Remedios supo que quien acaba de venir al mundo traía con ella el don porque los animales del corral y los perros se movían inquietos, como si hubiese un terremoto y, además, el cielo estaba azul a pesar de la granizada que caía. A sus quince años y en la noche de San Juan, le leyó el porvenir al igual que ella me lo haría a mí aquella noche.

—Por entonces, —me dijo—, vivía en Nador, frente a la Mar Chica. Varias familias de pescadores del Mar Menor emigramos a Nador y a Melilla cuando la guerra porque ambos mares tienen las mismas características: una laguna salada que está separada del Mediterráneo por una franja de tierra, el mismo idioma, temperatura, hasta el mismo langostino. Mi tía Remedios, esa noche, fundió el plomo y me anunció que me casaría con un capitán de los Regulares y que yo sería una buena costurera. Que tendría dos hijos y dos hijas y que regresaríamos de nuevo al Mar Menor porque al protectorado le quedaban dos días. —Así que ya ves hijica, con el don se nace, pero es en la noche de San Juan cuando hay que explicarlo para que una no crezca pensando que está loca. —Me contó.

El resto de la familia, en la calle junto a los vecinos, amontonaba maderas y trastos viejos, rellenaban un mono azul de mecánico con paja que serviría para hacer el San Juan con el que coronarían la hoguera al son de los petardos y al olor de la gasolina. Entonces, mi abuela aprovechó el jolgorio para escabullirse; me tomó de la mano y regresamos a casa. Salimos a la cocina del patio, cogió un bote vacío y limpio de leche condensada, lo puso en el infiernillo rojo desgastado y fundió en él un gran trozo de plomo.

—Es para ver tu futuro, hijica. —Dijo misteriosa mientras vertía el plomo derretido en un cazo con agua. Según ella, esas gotas de plomo se transformarían en distintas figuras que revelarían datos sobre mi destino.

—¡Mira, un ancla! Cruzarás mares. ¿Y esto?, a ver qué parece, mmm, te casarás con un médico. Hijica, tú como yo y mi tía abuela Remedios has nacido con el don; ya te he contado la que se lio en mi cocina cuando viniste al mundo. —Decía mientras observaba uno por uno los trozos de plomo.

Cuando acabó de mirarlos los envolvió en una tira del periódico y se los guardó en el canalillo. Se dirigió a la alacena y me dio una vaina con siete habas, que secó durante el invierno, para que la pusiera bajo mi almohada. Me pidió que, nada más despertar, anotase en un cuaderno todo lo que recordara porque a partir de esa noche mágica, lo que yo soñase, se cumpliría, adivinaría el porvenir leyendo los posos de plomo y sobre quien yo pusiese mis manos sanaría.

Al acabar, busqué a mis hermanos, les conté lo de la abuela y nos reímos de ella. Me sentí una traidora cuando la vi a lo lejos; me observaba con tal tristeza y decepción que aún hoy tengo esa mirada clavada en mi alma. Ese día juré no volver a reirme de nadie más en mi vida.

Por unos años renegué de mi don, era joven y descreída y desatendía a mi voz interior, pero la vida es como una caja de puzzle y, poco a poco, fui encajando piezas sin darme cuenta. Me hice fisioterapeuta y mis clientes me llamaban ‘mano de ángel’. Pasó el tiempo y se cumplió todo lo que vaticinó mi abuela. Aprendí a convivir con mis dones con discreción. Nunca sentí estar loca, sabía que era una chica normal que pertenecía a una saga particular.

Una noche me desperté sobresaltada porque mis abuelos visitaron mis sueños. Mi abuelo murió en la cama mientras dormía. Mi abuela estaba junto a él y se desconectó de la realidad porque para ella era demasiado perder a quien la acompañó más de sesenta años. Quedó hasta su muerte como un bebé: sonriente, con mirada limpia y pícara y con una piel cada día más blanca y juvenil. Solo despertaba cuando yo la acariciaba, entonces me miraba con sus ojos amarillo vibrante y sonreía: Hijica, eres un milagro.

Hoy el ordenador ha dejado de funcionar, la batería se ha descargado de forma inexplicable, ha caído el sistema eléctrico de la calle y el coche no había forma de arrancarlo. Mi nieta acaba de nacer. Tengo guardado un buen trozo de plomo.



Fotografía: http://www.egolandseduccion.com/la-importancia-de-la-mirada/

2 comentarios:

  1. Fui testigo de todo eso a veces, y como estaba cerca, no se por qué.
    Aún hoy sigo conectada y siento mucho amor, es como un lazo aue nunca se solto entre nosotros y que nunca apretó

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