Y me
acerqué a él porque lo vi echado en el suelo detrás de un contenedor de basura
y la gente lo rodeaba para no pisarlo. Al llegar a su lado gruñó como una
bestia, se levantó y, cojeando, se marchó. Por mi maldita manía de ayudar sin que me
lo pidan, él abandonó su refugio.
Al
día siguiente me alegré al verlo en el mismo sitio. Con prudencia me senté a
unos metros y así, poco a poco, durante varios días, me acercaba un poquito más,
hasta que por fin me miró tranquilo. Comencé a llevarle comida, al principio no
la quiso, desconfiaba hasta de los mendrugos de pan. Y como a veces tenía frío
me acercaba a él para darle calor.
Rocé
por primera vez su pelo y se contrajo de dolor. De ese dolor a palos no
olvidados; yo tampoco he olvidado los míos pero al fin y al cabo ¿quién no ha
recibido un golpe de esos, de piel adentro?
Así
empezó nuestra amistad, sin adornos y hasta conseguí un cartón mullido para él.
Paseábamos en silencio y cuando se cansaba, pues ya era muy viejo, se sentaba,
tranquilo, pegado a mi cuerpo. A la sombra en verano, y al sol, en invierno.
Hoy
una furgoneta amarilla entró como un rayo en el barrio y unos hombres con monos
blancos han ido tras él, y por más que corrimos lo alcanzaron. Les arañó, les
mordió, intentó escapar pero lo ataron.
A pesar del rugido del motor, se oían sus alaridos y yo corría. Corría tras ellos y suplicaba para que lo dejaran conmigo,
que no le hacía daño a nadie pero cuanto más rápido iba más se alejaban y no me
escuchaban a pesar de que yo, con todas mis fuerzas, ladraba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario