viernes, 20 de febrero de 2015

Secretos de colegio


El día en que comenzó a salirle a Carmela el sarpullido negro en los brazos, un misterioso incidente ocurrido en un tren con parada en su localidad mantuvo en vilo a todo el  país. Contaban los medios que, tal y como se pueden ver en las grabaciones de seguridad, el ferrocarril entró en el túnel que atraviesa el monte mágico de los Templarios a las 08:50h de la mañana y salió media hora antes retornando a su punto de partida. Los pasajeros, perplejos,  juran... (continúa)
 no haberse movido jamás del andén. Nadie en la ciudad notó nada extraño pues esa madrugada coincidió con el cambio de hora y eso desconcierta bastante a los ciudadanos -que si una hora arriba, que si una hora abajo, que si ayer a estas horas…-, sin embargo corren ya decenas de historias en torno a este supuesto suceso, aunque los más resabiados lo califican ya de “leyenda urbana”. Sin embargo, solo el cambiavía se percató de que, desde entonces, el reloj gigante de agujas puntiagudas de la fachada de la estación, por más que intenta ponerlo en marcha, permanece firme en las 08:20h.

Carmela siempre ha sido una chica brillante, como los destellos acaracolados de su gualdo pelo: hija modélica, amiga ejemplar; líder incuestionable a quien obedecían sus compañeros de instituto tan solo con elevar su respingona nariz; catequista responsable y como colofón a su buena ventura, este año ha sido elegida reina de las fiestas. Así que cuando esa mañana comenzó  a notar la picazón en la piel y que sus brazos y piernas estaban salpicados de cientos de puntitos duros y negros y que en el hospital ningún tratamiento médico los eliminaba se horrorizó. Suplicaba al cielo morir antes de que la vieran así. Al principio no quiso salir ni a la calle, su mundo pin up se derrumbaba pero se tranquilizó al  comprobar que a sus padres también les había afectado el mismo síndrome, y al director del colegio, y a sus amigas de colores pastel, y a algunos profesores… ¡hasta al cura!

Mucha gente del pueblo quedó contagiada por ese espolvoreo bruno roñoso en la piel: unos en las manos, otros en los muslos y algunos hasta en la espalda y, de manera inevitable, la siniestra mancha moteada avanzaba por cada uno de sus poros implacable, extendiéndose por el resto de sus cuerpos. Los médicos desconocían esa enfermedad y no entendían cómo se había podido propagar algo así. ¿Mosquitos?, ¿esteroides en el agua?, ¿algún tipo de radiación? ¿infección por estafilococo?

Y era algo espantoso porque los afectados llegaron a  producir más de diez veces el número normal de células de la piel en sus folículos pilosos. Y eso era terrible porque les crecían uñas en vez de pelo. Los infectados tenían una costra pardusca a la que se dedicaban en cuerpo y alma para que nadie la viera. Apenas podían pensar en nada más que en disimular su verdadero aspecto.

El día en que comenzó a salirle a Carmela el sarpullido negro en los brazos, Esther se despertó de madrugada y trenzó, como cada mañana, su lacia melena naranja, y caminó hacia el túnel que atraviesa el monte mágico de los Templarios. No era complicado llegar a la montaña pues tan solo tenía que saltar por la ventana de su habitación y subir por la ladera. Humillada y avergonzada  de ser el hazmereir del instituto, del barrio y hasta del pueblo y todo porque un día que estaba con la tripa revuelta no consiguió controlar el esfínter antes de alcanzar la puerta del aula . La primera en darse cuenta del escatológico episodio fue Carmela quien comenzó a reírse  mientras la señalaba con su afilado hocico. Desde entonces los compañeros se tapaban la nariz cuando pasaba cerca de ellos, le pusieron de mote la “peste”, le metían heces de perro en la mochila… y Carmela y sus amigas le enviaban notas, mofándose de ella, escritas en papel higiénico. Pero lo  que la destrozó fue el día  en que Carmela la grabó mientras orinaba en el retrete e hizo circular el vídeo por las redes sociales. Esther callaba, se sentía culpable y no contó nada en casa porque su madre era la limpiadora del centro y temía que la echaran del trabajo.


La madre de Esther, Manuela, estaba preocupada por el cambio de actitud de su hija: se encerraba en su cuarto, no quería hablar con nadie; ya no salía los fines de semana y en varias ocasiones le tuvo que curar unos extraños cortes en los brazos y en la barriga. La chica solo consentía que se acercara Rotulador, su perro dálmata.

Manuela pidió consejo a la presidenta de la asociación de padres  -la madre de Carmela, quien se tomó el comentario a título personal-, escandalizada  le increpó que cómo se atrevía siquiera a pensar que se le estuviese haciendo bullying a Esther y le espetó que si tenía quejas con quien tenía que  hablar era con el director.  Así lo hizo, pero él dijo que no le diera importancia porque seguro que eran esas fases por las que pasan las adolescentes cuando les cambia el cuerpo. Manuela, que no quedó muy tranquila tras la charla, se desahogó con el sacerdote quien indignado, en clase de religión sentenció: “Es pecado levantar sospechas sobre los compañeros por algo tan grave como el acoso escolar”.  A partir de ahí el suplicio de Esther fue mayor: ahora la llamaban también chivata.

En todo eso pensaba Esther mientras caminaba por la vía del tren. En su mente se dibujaban las muecas burlonas de sus compañeros; los insultos y los murmullos gatunos: “Ahí va la peste, la chivata”. Recordaba las horas que había pasado mirándose fijamente en el espejo llorando y recogiendo, una a una, las lágrimas saladas que bajaban por sus mejillas pecosas y que recogía sacando un poquito la lengua por la comisura de la boca. Mientras se autolesionaba con un cúter porque en su desesperación era la única manera de sentirse viva.

Dentro del túnel caminaba sobre un raíl como si de una cuerda floja se tratara. Primero un pie, luego el otro… fijó la vista en los cordones pistacho que sueltos colgaban a lado y lado del riel. Observaba los grasientos travesaños de madera; sus nudos y las vetas abiertas. Sentía que se acercaba el tren y se tumbó en la vía; una leve vibración la avisó de que se acercaba la máquina. Un extraño canto, brillante y negro como la pez, rodó hacia ella; al cogerlo, su mente, como un flash, comenzó a disparar imágenes con los rostros de quienes la habían herido; acercó la roca a su corazón y clavándole las uñas gritó y gritó hasta que quedó sorda y una luz roja enturbió sus ojos; después sintió mucha calma, mucha... y al abrir los ojos quedó sorprendida al verse de vuelta en su cama. Entre sus manos latía la cálida piedra azabache.


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