El día en que comenzó a salirle a Carmela el sarpullido negro en
los brazos, un misterioso incidente ocurrido en un tren con parada en su
localidad mantuvo en vilo a todo el país. Contaban los medios que, tal y
como se pueden ver en las grabaciones de seguridad, el ferrocarril entró en el
túnel que atraviesa el monte mágico de los Templarios a las 08:50h de la mañana
y salió media hora antes retornando a su punto de partida. Los pasajeros,
perplejos, juran... (continúa)
no haberse movido jamás del andén. Nadie en la ciudad notó nada extraño pues esa madrugada coincidió con el cambio de hora y eso desconcierta bastante a los ciudadanos -que si una hora arriba, que si una hora abajo, que si ayer a estas horas…-, sin embargo corren ya decenas de historias en torno a este supuesto suceso, aunque los más resabiados lo califican ya de “leyenda urbana”. Sin embargo, solo el cambiavía se percató de que, desde entonces, el reloj gigante de agujas puntiagudas de la fachada de la estación, por más que intenta ponerlo en marcha, permanece firme en las 08:20h.
no haberse movido jamás del andén. Nadie en la ciudad notó nada extraño pues esa madrugada coincidió con el cambio de hora y eso desconcierta bastante a los ciudadanos -que si una hora arriba, que si una hora abajo, que si ayer a estas horas…-, sin embargo corren ya decenas de historias en torno a este supuesto suceso, aunque los más resabiados lo califican ya de “leyenda urbana”. Sin embargo, solo el cambiavía se percató de que, desde entonces, el reloj gigante de agujas puntiagudas de la fachada de la estación, por más que intenta ponerlo en marcha, permanece firme en las 08:20h.
Carmela siempre ha sido una chica brillante, como los destellos
acaracolados de su gualdo pelo: hija modélica, amiga ejemplar; líder
incuestionable a quien obedecían sus compañeros de instituto tan solo con
elevar su respingona nariz; catequista responsable y como colofón a su buena
ventura, este año ha sido elegida reina de las fiestas. Así que cuando esa
mañana comenzó a notar la picazón en la piel y que sus brazos y piernas
estaban salpicados de cientos de puntitos duros y negros y que en el hospital
ningún tratamiento médico los eliminaba se horrorizó. Suplicaba al cielo morir
antes de que la vieran así. Al principio no quiso salir ni a la calle, su mundo
pin up se derrumbaba pero se tranquilizó al comprobar que a sus
padres también les había afectado el mismo síndrome, y al director del colegio,
y a sus amigas de colores pastel, y a algunos profesores… ¡hasta al cura!
Mucha gente del pueblo quedó contagiada por ese espolvoreo bruno
roñoso en la piel: unos en las manos, otros en los muslos y algunos hasta en la
espalda y, de manera inevitable, la siniestra mancha moteada avanzaba por cada
uno de sus poros implacable, extendiéndose por el resto de sus cuerpos. Los
médicos desconocían esa enfermedad y no entendían cómo se había podido propagar
algo así. ¿Mosquitos?, ¿esteroides en el agua?, ¿algún tipo de radiación?
¿infección por estafilococo?
Y era algo espantoso porque los afectados llegaron a
producir más de diez veces el número normal de células de la piel en sus
folículos pilosos. Y eso era terrible porque les crecían uñas en vez de pelo.
Los infectados tenían una costra pardusca a la que se dedicaban en cuerpo y
alma para que nadie la viera. Apenas podían pensar en nada más que en disimular
su verdadero aspecto.
El día en que comenzó a salirle a Carmela el sarpullido negro en
los brazos, Esther se despertó de madrugada y trenzó, como cada mañana, su
lacia melena naranja, y caminó hacia el túnel que atraviesa el monte mágico de
los Templarios. No era complicado llegar a la montaña pues tan solo tenía que
saltar por la ventana de su habitación y subir por la ladera. Humillada y
avergonzada de ser el hazmereir del instituto, del barrio y hasta del
pueblo y todo porque un día que estaba con la tripa revuelta no consiguió
controlar el esfínter antes de alcanzar la puerta del aula . La primera en
darse cuenta del escatológico episodio fue Carmela quien comenzó a reírse
mientras la señalaba con su afilado hocico. Desde entonces los compañeros
se tapaban la nariz cuando pasaba cerca de ellos, le pusieron de mote la
“peste”, le metían heces de perro en la mochila… y Carmela y sus amigas le
enviaban notas, mofándose de ella, escritas en papel higiénico. Pero lo
que la destrozó fue el día en que Carmela la grabó mientras orinaba
en el retrete e hizo circular el vídeo por las redes sociales. Esther callaba,
se sentía culpable y no contó nada en casa porque su madre era la limpiadora
del centro y temía que la echaran del trabajo.
La madre de Esther, Manuela, estaba preocupada por el cambio de
actitud de su hija: se encerraba en su cuarto, no quería hablar con nadie; ya
no salía los fines de semana y en varias ocasiones le tuvo que curar unos
extraños cortes en los brazos y en la barriga. La chica solo consentía que se
acercara Rotulador, su perro dálmata.
Manuela pidió consejo a la presidenta de la asociación de padres
-la madre de Carmela, quien se tomó el comentario a título personal-,
escandalizada le increpó que cómo se atrevía siquiera a pensar que se le
estuviese haciendo bullying a Esther y le espetó que si tenía quejas con
quien tenía que hablar era con el director. Así lo hizo, pero él
dijo que no le diera importancia porque seguro que eran esas fases por las que
pasan las adolescentes cuando les cambia el cuerpo. Manuela, que no quedó muy
tranquila tras la charla, se desahogó con el sacerdote quien indignado, en
clase de religión sentenció: “Es pecado levantar sospechas sobre los compañeros
por algo tan grave como el acoso escolar”. A partir de ahí el suplicio de
Esther fue mayor: ahora la llamaban también chivata.
En todo eso pensaba Esther mientras caminaba por la vía del tren.
En su mente se dibujaban las muecas burlonas de sus compañeros; los insultos y
los murmullos gatunos: “Ahí va la peste, la chivata”. Recordaba las horas que
había pasado mirándose fijamente en el espejo llorando y recogiendo, una a una,
las lágrimas saladas que bajaban por sus mejillas pecosas y que recogía sacando
un poquito la lengua por la comisura de la boca. Mientras se autolesionaba con
un cúter porque en su desesperación era la única manera de sentirse viva.
Dentro del túnel caminaba sobre un raíl como si de una cuerda
floja se tratara. Primero un pie, luego el otro… fijó la vista en los cordones
pistacho que sueltos colgaban a lado y lado del riel. Observaba los grasientos
travesaños de madera; sus nudos y las vetas abiertas. Sentía que se acercaba el
tren y se tumbó en la vía; una leve vibración la avisó de que se acercaba la
máquina. Un extraño canto, brillante y negro como la pez, rodó hacia ella; al
cogerlo, su mente, como un flash, comenzó a disparar imágenes con los rostros
de quienes la habían herido; acercó la roca a su corazón y clavándole las uñas
gritó y gritó hasta que quedó sorda y una luz roja enturbió sus ojos; después
sintió mucha calma, mucha... y al abrir los ojos quedó sorprendida al verse de
vuelta en su cama. Entre sus manos latía la cálida piedra azabache.
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