Atardece en Santiago de la Ribera. Dos mujeres, vestidas de militar, caminan despacio hacia la playa. Dejan tras ellas la entrada de la Academia General del Aire. Se acercan a un grupo de eucaliptos que hay junto a la orilla.
Se detienen frente al tronco de uno de los árboles y una de ellas lo acaricia. Aprieta los labios, agacha la cabeza y suspira antes de comenzar a hablar.
- Desde hace 10 años, casi todas las tardes, paso por aquí, pero hoy estarás tú aquí- dijo Laura, sollozando y temblorosa, dirigiéndose a Ángela, su médico- Conocí a Nacho cuando yo tenía 19 años y él 17; por entonces yo preparaba mi oposición para el Ejército del Aire…¡por Dios, Ángela, ayúdame!
- “Señora” – Nacho, un joven vestido de militar, saluda a la doctora-
Él se acerca al eucalipto y se sienta en el suelo con la espalda apoyada en el tronco. Ángela, despacio, camina también hacia el árbol y observa el mecer suave de las hojas al viento, mientras él enciende un cigarro.
- Me fijé en Laura un día que ella iba entrenando en el paseo marítimo. Lo primero que pensé fue que era una de esas tías engreídas que estudian para militar. Mis amigos le silbaban y la llamaban marimacho. Mi padre era militar y decía que las mujeres quitaban un puesto de trabajo a los hombres y que en el ejército solo servían para putas.
Al día siguiente la vi de nuevo: allí estaba ella estirando y calentando para correr. Durante varias semanas, cada día, la miraba de lejos. La despreciaba, no sé por qué, pero la odiaba.
Aquella tarde, retumbaban en mi cabeza las palabras de mi padre y me propuse decirle a la cara que abandonara los estudios así que me crucé, altivo, en su camino. Laura paró en seco; casi choca contra mí. Entonces ella posó su mirada en la mía y vi sus ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto, me sonrió y yo eché a correr como si me siguiera un diablo.
Una semana anduve dando rodeos – continuó Nacho- hasta que la volví a ver; la acompañaba un chico y me dije que ella no era más que una zorra y él un maricón.
No me la podía sacar de la cabeza, sentía rabia y vergüenza a la vez, quería partirle la cara. Así que fui a buscarla y cuando la tuve de frente le dije: - Si te vuelvo a ver con otro… Tú vas a ser mía.- Creía morir cuando me escuché decir eso y entonces Laura me miró con aquellos malditos ojos claros como el agua y me contestó con mucha dulzura: Vaya, creía que venías a pedirme perdón, no a declararte. No supe qué contestarle, era la primera vez que alguien me hablaba con cariño. Señora, mi padre me enseñó a ser un tío duro, siempre me dijo que había que ser muy macho con las mujeres y, sin embargo, esa tarde, Laura con su voz, me hizo un hombre.
Nos hicimos novios; mi padre me echó de casa y mi madre, como siempre, tenía la mirada perdida. Yo ingresé en lo Cuerpos Especiales y Laura en la Academia General del Aire. ¡Dios, aún recuerdo su Jura de Bandera! Qué bella estaba y yo no podía dejar de llorar de felicidad.
Me destinaron a Afganistán. Cuando regresé fui a buscarla, y ella estaba donde siempre: en la orilla de la playa, a la sombra de nuestro eucalipto.
Le pedí que se casara conmigo, le dije que siempre la había amado. Pero ella tenía la mirada perdida en la espuma de las olas. Se volvió hacia mí, me acarició y me preguntó si me había dolido.
Y la oía pero no quería escucharla; y vi sus ojos transparentes; y como no lo pude soportar, eché a correr. Ya han pasado varios años y cada tarde seguimos viniendo aquí.
Doctora, sé a lo que ha venido hoy usted aquí, lo sé… pero solo una cosa más y me voy, señora, lo juro… me voy y no volveré. Ya cae el sol, están a punto de arriar la bandera; la trompeta entonará el toque de oración y yo desapareceré con la última nota.
Ambos, firmes, miran al sol poniente, en el aire flota el sonido de la corneta.
¿Sabe? Ese día, cuando Laura intentó acariciarme, tan solo pudo tocar el tronco de este árbol. Me preguntó si me había dolido y le dije que no. Pero le mentí. Por favor, doctora, dígale que sí, que me dolió su caricia y aún me sigue doliendo más que la mina que me mató en el frente”.
Fotografía Mª Luz Muñoz
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